CAPÍTULO I:
EL COLEGIO
-Nunca más confiaré en ti-. Se perdió en el horizonte, a paso lento y precavido, volteó la vista por última vez y se fue desapareciendo como un diminuto punto en el horizonte.
La mañana de aquel día de marzo tenía un presagio. Las nubes, el viento en mi cara, no sé... algo estaba distinto. Me dispuse a tomar mi mochila y dirigirme al colegio. De pronto, un estruendo apresuró mi caminata al portal. El vehículo que manejaba mi vecino estaba en mi jardín.
No lo podía creer. Ver su rostro ensangrentado me provocó nauseas. Es verdad que nunca lo consideré, pero verlo en ese estado tan calamitoso me impactó. De inmediato, sentí las sirenas. La ambulancia se lo llevó y todo volvió a la calma nuevamente. Pero había algo más. Ese día, mi vida cambiaría para siempre.
Al llegar al colegio, era como si el tiempo hubiera avanzado sin control. Los dos meses de vacaciones nos habían cambiado. Ya no eramos los chicos traviesos de antaño. Lucas avanzaba distante. Ya no era el niño con el que solía jugar a la pelota las tardes del viernes después del colegio. Andrés ni me miraba. Andaba embobado observando a Anita, la chica más guapa de toda la clase. Y Miguel, mi supuesto mejor amigo, estaba sentado con Alfredo y Gonzalo, -esos que lo único que han echo en toda su vida es torturarnos y ridiculizarnos-. Me miró con desprecio y volteó la cara.
La clase avanzaba monótona. El profesor insistía en relatarnos sus viajes por Europa. Yo en cambio, lo único que hacía era pensar cómo recuperaría a mis amigos. Es verdad que los había engañando descaradamente. Pero nada justificaba que ahora me dejaran solo. Ahora que tanto los necesitaba.
Por fin sonó el timbre de salida. Me apresuré a la puerta y alcancé a Miguel.
-¿Vamos juntos?, quiero conversar contigo-. Me miró con desdén y volteó la cabeza.
-Ya hablamos demasiado, no crees-. Dijo mientras se colgada la mochila en sus hombros.
De vuelta en la casa, recordé el desastre de la mañana. Era insólito. Tenía cinco metros donde estacionarse, pero no, tenía que parar en mi jardín. Ahora lo único que faltaba era que mis padres me culparan por lo sucedido.
La clase avanzaba monótona. El profesor insistía en relatarnos sus viajes por Europa. Yo en cambio, lo único que hacía era pensar cómo recuperaría a mis amigos. Es verdad que los había engañando descaradamente. Pero nada justificaba que ahora me dejaran solo. Ahora que tanto los necesitaba.
Por fin sonó el timbre de salida. Me apresuré a la puerta y alcancé a Miguel.
-¿Vamos juntos?, quiero conversar contigo-. Me miró con desdén y volteó la cabeza.
-Ya hablamos demasiado, no crees-. Dijo mientras se colgada la mochila en sus hombros.
De vuelta en la casa, recordé el desastre de la mañana. Era insólito. Tenía cinco metros donde estacionarse, pero no, tenía que parar en mi jardín. Ahora lo único que faltaba era que mis padres me culparan por lo sucedido.
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